miércoles, 19 de noviembre de 2008

La colección

Colecciono cuadernos acabados, y no resisto a la tentación de comprarlos nuevos, cuandos las hojas tienen una textura especial, o una cubierta bonita. Guardo las libretas del colegio, todas, en un trastero que tengo en casa y que parece que da a un sótano de película americana. En realidad es una pequeña habitación que da al ascensor: unas cuantas estanterías llenas de libretas y de libros de texto, a los que les acompaña el sonido de las cadenas del ascensor cuando se desplaza, y la luz de una bombilla en el techo alto. Algunas veces me escondo allí.

Dentro de cada cuaderno nuevo, guardo una hoja que cojo del suelo, o alguna flor. Sé que es un tanto cursi. Me gusta encontrárme una planta cuando escribo, y llego a la hoja en que la he guardado. Es la única hoja en blanco de toda la libreta. En el colegio, dejaba hojas en blanco sin darme cuenta. Escribía los problemas, las columnas de sumas en una hoja, y pasaba dos hojas seguidas de manera que la cara de una de las dos quedaba en blanco. Cuando eso sucedía, la profesora, un mujer a la que llamo así por referirme, llenaba de tareas para casa esta hoja que quedaba en blanco, para que no se desperdiciase ni una sola. La libreta pesaba el doble de camino a mi casa por este error de la hoja en blanco. Columnas de sumas de siete cifras que veía que ella rellenaba al azar. Una lotería caprichosa sin la gracia de su arranque. Hubo una temporada en que me dediqué a resolver esas sumas siguiendo el mismo procedimiento que el de la profersora al marcarmelas. Al corregirlas, afirmaba rotundamente con el trazo del lápiz debajo de su número perfecto hecho a boli, que cero mas uno era siete o cinco, o cualquier cosa. Aquella fue la primera bronca de clase que llegó a casa. Esta tarde he visto ese cuaderno, con los números corregidos en bolígrafo rojo y el mal con mayúsclas, grabado en la hoja de tanto que lo apretaba de rabia. simplemente no quería enfrentarme a las sumas, y mucho menos a quellas cuentas interminables. Esa sensación, como de estar metiendo la porquería que barres en casa para meterla debajo del armario, no ha sido nunca tan grande como la de aquellos días.

Ni siquiera lenguaje. Hacían que al libro se quedase pegado el estado anímico de un día de clase, y no había texto que pudiese despojarse de éste. Análisis de frases, las palabras y su sentido convertidas en una oración subrayada con líneas discontínuas y a las que debía añadir otro nombre. Lengua era una señora teñída de rubio que cacareaba su decepción.

Dejé el colegio en sexto, por eso conservo todas las libretas. Desprecio el sitema educativo pero no la educación. A esas libretas, le siguieron otras, propias, que no tenían por qué tener mi nombre completo en la cubierta, ni el curso al que pertenecía. Los cuadernos nuevos tiene todos un nombre y un apellido distinto cada vez, y el curso era una condecoración a la que aspiraba en mi fuero interno, en la imaginación. Ricardo Bulches, ministrísimo de la región de la sábana húmeda, dónde todas corren desnudas. Cosas así de rimbombantes. Ese fue el séptimo año, el peor de todos.

En un año llenaba dos libretas al menos. Es increible la cantidad de tonterías que hay en ellas. Estoy seguro de que en este cuarto, vive el que creía ser yo mientras las escribía, un caballero mucho mejor de lo que creo ser en el día a día, que cae fulminado, se desintegra convirtiéndose en el polvo que se les cae de la solapa, cuando las releo. Si dicen que estas notas sirven para rescatar del olvido yo digo que sirven para matar el recuerdo.